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lunes, 13 de julio de 2009

El fantasma de la monga

A mediados del siglo XVI vivió Doña María de Ávila, una mujer bonita, joven y acaudalada, quién se enamoró de un humilde mestizo de apellido Arrutia quién quería casarse con ella para conseguir fortuna y linaje.
Al enterarse Gil y Alfonso, los hermanos de Doña María, se opusieron al romance. Alfonso le prohibió a Arrutia verla pero el mestizo se negó, los hermanos decidieron darle mucho dinero con la condición de que se fuera a vivir lejos de la ciudad y él aceptó sin molestarse en despedirse de la enamorada. Después de dos años Doña María seguía en depresión y sus hermanos acordaron enclaustrarla en el
Antiguo Convento de la Concepción. Allí siguió deprimida por el mestizo y rezaba por él.
Una noche no soportó más la falta del mestizo y se ahorcó en un árbol de duraznos en el patio del convento. Ella fue enterrada ahí mismo en el cementerio del lugar. Un mes después, el fantasma de la ahorcada Doña María acostumbró a aparecerse todas las noches reflejándose en las aguas de la fuente del convento cuando alguna novicia o monja se veía el rostro. Las madres superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta después de puesto el sol. Estas apariciones se prolongaron por mucho tiempo después.




La confesión de la muerta [
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Una noche de hace siglos, un sacerdote apellidado Aparicio estaba cenando en casa de una noble familia, y de repente los criados le avisaron al sacerdote que un par de hombres tocaron a la puerta rogando por su presencia.
Él los atendió, le avisaron que una moribunda necesitaba confesión y los acompañó hasta un carruaje, que lo transportó a un barrio poco poblado hasta casa en ruinas bloqueada con tablones en las ventanas. Cuando tocaron la puerta una ancianita andrajosa y llorosa con una vela en la mano salió a recibirlo y le indicó subir al piso superior donde él encontró a una joven muchacha con fiebre, con vestido de terciopelo y una diadema en la cabeza, acostada sobre un petate; se dice que esta mujer era muy hermosa. Escuchó su confesión, seguro le contaba cosas terribles porque el padre sudaba frío y daba sobresaltos al escucharla. Después de absolverla de sus pecados, ella se debilitó al bajar los escalones, los superiores se derrumbaron. En el piso inferior no encontró a la ancianita y afuera de la casa ya no estaba el carruaje, al cual nunca escuchó marcharse, por lo que decidió regresar a la casa, pero ésta comenzó a cerrarse, y aunque él quiso detenerla, no pudo; de pronto, escuchó un alarido, una voz hueca que hubiese puesto los cabellos de punta hasta al más valiente.
El sacerdote, asustado, regresó presurosamente a pie a casa de sus anfitriones, a quienes contó lo sucedido. Después se percató de que no traía consigo su rosario ni su pañuelo blanco, de modo que el señor de la casa, ordenó a dos de sus criados que fueran por ellos a aquella casa. Cuando regresaron, dijeron que, aunque insistieron tocando la puerta nadie les abrió. El cura extrañado afirmó que él había ido a esa casa y que dejó olvidados su rosario y su pañuelo blanco por lo que el anfitrión propuso que al día siguiente se reunirían para ir a dicha casa.
Al día siguiente se encaminaron a la casa e insistieron varias veces, pero nadie les abrió, por lo que un anciano se acercó y les dijo que hacía mucho tiempo que nadie habitaba esa casa, por lo que mandaron a traer a un herrero quien forzó la puerta. Entraron, pero no vieron a nadie, todos se asombraron cuando encontraron el rosario y el pañuelo del cura. Posteriormente vieron que del suelo salía un trozo de terciopelo. Los criados escarbaron y dentro de un ataúd encontraron un cádaver con un vestido terciopelo y con una diadema.
Desde entonces, el sacerdote se volvió introvertido, oraba a altas horas de la noche y padeció de insomnio. Nunca confesó el nombre de la muerta, ni lo confesado, por la ética de su oficio.


FIn

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